martes, 26 de abril de 2011

Las rosas de Rupert





Las rosas silvestres que Rupert cuidaba en su balcón estaban de malhumor.
Eran las ocho de la mañana y allí nadie servía el desayuno.

Rupert sentía adoración por sus rosas, y se desvivía sirviendo a sus pequeñas diosas
de caritas sonrojadas.

Por la mañana les llevaba el desayuno: Tostadas con mermelada y
un vaso de zumo de naranja recién exprimido.
Más tarde, les limaba las espinas, les aplicaba una loción bronceadora y les
ponía la radio con su emisora preferida de jazz brasileño.
Cuando caía el sol, sacaba su guitarra y les entonaba una nana escrita por él mismo.

Pero esa mañana Rupert se retrasaba.
Las rosas se removieron inquietas,
-bueno que pasa?
-este viene o no viene?

María, la mayor de todas y la más bonita con diferencia, recordó sus tiempos
en los que decidió plantarse en el jardín de un colegio privado en el corazón de la ciudad.
El calor allí era insoportable, y nunca faltaba el típico niño tocapelotas que se
dedicaba a torturarla sin compasión arrancándole los pétalos con cruel diversión
o cortándole las espinas para ver como sufría y se lamentaba.

Con estos recuerdos en mente, y mimadas como solo un gran amante de las flores
como Rupert podía permitirles, María hizo sus maletas, y con un “a la mierda!”,
abandonó la casa, seguida de sus queridas camaradas, a la búsqueda de un nuevo
hogar donde fueran tratadas como se merecían.

¿Y Rupert? Oh sí, a Rupert le dolió aquel cruel abandono por parte de sus
queridas rosas.
Nunca pensó que su amada María pudiera traicionarle de una manera tan vil y cruel.

Empezó a beber un vaso de whisky todas las noches, de hay pasó a media
botella al día, y dos meses más tarde despertó en el hospital debido a un
coma etílico del que sobrevivió de puro milagro.

En ese momento, abrió los ojos y vio a su madre a la derecha,
sentada con la cara surcada de arrugas de preocupación por el estado de su pobre hijito.

-Te he traído esto Rupert- el alivio por volver a ver a su hijo
vivito y coleando se le escapaba con cada palabra.
Rupert miró en la dirección en la que señalaba su madre y vio un enorme
ramo de preciosas azucenas.

Desde ese momento, Rupert sabía que estaba enamorado.



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