domingo, 30 de enero de 2011

Locura

Noto el sabor del asfalto en mi boca. Y el de la sangre también.
Siento mis huesos magullados y mi orgullo perdido.
Nos han cogido.Han derramado su ira sobre nosotros;
esa ira sin sentido que los embarga y que los convierte en algo inferior a las bestias.
Uno de ellos se acerca a mí.
Me golpea.
Ya no puedo sentir más dolor, me lo han quitado todo.
Me hacen sentir como un asesino.
“Quizás los verdaderos culpables de todo esto seamos nosotros,
los que nos defendemos, los que seguimos luchando y enfrentándonos al terror y
a la violencia con dosis más elevadas de violencia y terror."- pienso.

He perdido las ganas de vivir. Si alguna vez ganamos esta guerra
la recordarán nuestros nietos, serán ellos los que se sientan orgullosos
de lo que hicimos para asegurar su futuro, se sentirán felices y
presumirán de tener un familiar,
un abuelo,
un padre que fue a la batalla por ellos.
Ellos no han matado. Ellos no han degustado el sabor que sientes
en tu boca cuando apuñalas a alguien, y lo peor de todo, cuando disfrutas con ello.
¿Quién es realmente el asesino de masas?
¿Quién es el que ha perdido la fe en la humanidad?¿Nosotros o ellos?
Todos.

Me da vueltas la cabeza, estoy al borde de la inconsciencia,
o almenos eso creo. Lentamente, la muerte disfrazada de soldado
me arrastra hacia el centro de la calle.
Lo último que recuerdo es conseguir alzar la cabeza.
Allí enfrente está Ortiz, de cara a un diablo que empuña un rifle.
Un reguero de orina baña los pantalones del comandante.
Parece que es al final de todo cuando se demuestra
quién es valiente y quién no, quién está loco y quién está vivo.

Me desvanezco ante el rugido del arma que perfora el cuerpo sin vida
de uno de los locos que quiso poner fin a su locura.
Nuestra locura.

viernes, 28 de enero de 2011

Momento de reflexión

Volveremos a sentir la belleza de las puestas de sol
y de las nubes 
y del agua de la lluvia;
el pájaro de mi ventana volverá a cantar,
rompiendo su silencio a voz en grito
y despertando de su letargo
con vigorosa fuerza y pasión.
Volverá a crecer el césped bajo mi cama
y las risas silviestres envolverán nuestras sábanas.
 
 
 
Ahora voy subido en el asiento trasero de un coche, mi cabeza embotada y mis sueños 
de vacaciones.
Fumando un cigarro con la ventanilla bajada, del exterior me llegan mil sonidos.
Mil sonidos que no soy capaz de reconocer. Todos golpean contra mi cabeza, 
pero no soy capaz de identificar ninguno.
¿Eso que acaba de pasar es una moto?¿Y eso la risa de dos muchachos?
“Debo estar muerto” pienso. No se me ocurre otra explicación.
Llegados a este punto el silencio que reina en mi interior es ensordecedor,
solo roto por el compás rítmico y suave de mi respiración.
“Aún respiro, sigo vivo, y más fuerte que nunca”
Pero el éxtasis de sonidos exteriores sigue chocando contra mis tímpanos,
pugnando por entrar todos al mismo tiempo, pero formando una barrera en la que
el ruido se torna silencio, calma, paz.

“Estamos llegando”

Identifico esas dos palabras y mi cabeza busca la fuente del sonido,
mientras mis ojos se enfocan con dificultad sobre el autor de lo que me parece 
un discurso después de tanto rato de silencio en aquel coche.

“Ya llegamos Nob”, repite Mou. Sabe que mi cabeza no está en su sitio, pero ahora que lo pienso
nunca lo ha estado, supongo que esa es la razón de que la gente me repita dos y tres veces
las cosas.

El caos acústico de Barcelona vuelve a mí poco a poco.
Ahora identifico los coches, las motos, más tarde las conversaciones de la gente que pasea
por las calles y que nacen y mueren a la misma velocidad que nuestro coche las deja atrás.

Salgamos del coche y volvamos a la vida.

lunes, 24 de enero de 2011

domingo eterno


 
 
 
Han pasado muchos años desde la última vez que vine aquí.
Nuestro coche se dirige hacia Rubí, hacia un entramado de calles, una pequeña jungla
urbana disfrazada del más tranquilo de los pueblos cordobeses.
En el momento en el que el coche llega, el tiempo pasa a ocupar otro espacio, otra época.
Es como volver a un pasado imperecedero; aquí no existen los problemas que preocupan
y mortifican a la sociedad.
Aquí la paz de espíritu no es un objetivo a alcanzar, sino una forma de vida, 
tan profundamente ligada a su día a día particular que no podrían imaginar una existencia
sin ella.
El piso de mis tíos forma parte de un pequeño complejo donde varios edificios se juntan 
para conformar un pequeño jardín interior. 

El silencio más absoluto viene a recibirnos.

El interior del hogar responde a los tradicionales canones andaluces: habitaciones repletas de 
fotografías de familiares (generalmente en color sepia) de los cuales no conozco a prácticamente ninguno.

En las estanterias, pequeñas figuritas que representan muñecas enfundadas en vestidos blancos con topos rojos, 
y en el comedor, sobre la gran mesa,  tres fruteros enormes repletos de las mejores frutas de sus mejores huertos.
Por último, solo falta correr las cortinas para observar el paisaje: 
un enjambre de edificios, construidos siguiendo un aparente orden aleatorio, 
pero con la particularidad de que cuando el sol cae, 
las sombras proyectadas conforman un precioso espectáculo. 


Mi tía es un ser formidable. Hacía unos siete años que no la veía, pero como he dicho antes, 
aquí el tiempo no importa.
Ella es igual que la última vez que vine a visitarla, años que parecen siglos, como si todo se hubiese ido 
pudriendo excepto ese pequeño complejo de edificios.
Como iba diciendo, mi tía es una persona peculiar. Además de ser una de las personas más graciosas que conozco.
Es una mujer que ha conseguido crear la combinación perfecta  entre sentido del humor, vocabulario, 
acento cordobés y un tono de voz desvergonzadamente alto. 
Su técnica consiste en lo siguiente: cuanto más grita, más te ríes. Y grita mucho.

Dentro de un rato volveremos a Barcelona, pero no olvidaré jamás la sensación de los días como hoy: 
la mágica sensación de un domingo eterno(o dominguero) en la que el lunes no existe, 
el tiempo se para y lo único que importa es a ver quién ríe más alto.

sábado, 22 de enero de 2011

La tormenta llamó a mi puerta


Disfruta de ti mismo
que la noche está al caer
y viene la muerte a buscarte.
Sonríele y pregúntale si va de mi parte
 
 
 
  
 
 
 
 
 
 
 
¿Como podemos empezar?
¿Sentados en un sofá  escuchando a Charles Mingus en un aparato de música que se cae a pedazos?
Sería un buen comienzo.
Podríamos empezar hablando de la paz del espíritu dentro de una habitación pequeña,
donde imperan un cenicero, un porro y el sonido de un saxo cabalgando las bocandas de humo
que escapan de los labios moribundos de un autopensador agobiado,
mientras fuera en la calle gobierna la desesperación y el caos en forma de calles simétricas y quinceañeras sonrientes,
que se dirigen hacia sus respectivas escuelas pensando en llegar pronto a casa para empezar su sesión nocturna de teatro de marionetas. 
 
A mi no me va a importar, mi mundo está concentrado en el perezoso humo que escapa de mis labios y nariz. 
Mi mente ha quedado en blanco por fin, destruida por la mezcla de tabaco y marihuana.
Aun así creo que no sería un comienzo apropiado.
No, porque la ventana está abierta, 
y todo ese caos de sensaciones y emociones chocan irremisiblemente hasta el punto de no saber dónde comienza una y acaba la otra; 
y aun así podría levantarme y cerrar esa maldita ventana.
Pero no  me levanto. 
Me quedo en mi sofa esperando que una corriente de aire la cierre, o confiando en que, tarde o temprano, me entrará frío
y tendré que levantarme para seguir cómodo.
Pero llega el frío, tiemblo, y aún así sigo sentado sin esperanzas de alzarme sobre mis piernas, dar tres pasos, coger la manilla del cristal 
y presionarlo contra la jamba hasta que el frío desaparezca.
En vez de eso me arrastro como un desgraciado y sólo consigo alzarme para patear esa maldita ventana.
Es ese cristal el que separa mi felicidad del resto del mundo, el que me despoja de mi agradable atmósfera de indiferencia  hacia  todo,
excepto hacia a mí mismo.
Ahora la ventana se ha roto y el suelo está bañado de pequeños pedazos de paraíso, que se difuminan mientras Mingus sigue con su ritual,
y mi porro se deshace en el suelo junto a mí.
 

jueves, 20 de enero de 2011

Hemingway ha muerto


Pasando página literalmente, y en sentido figurado un poco más grande y payaso que ayer.

He salido de casa solo, triste y amargado.
Cuando me doy la vuelta veo el sol tapado por una gran sombra
que no soy capaz de reconocer a simple vista.
Decido pasear hacia allí.
Cada paso me hunde más en la miseria y en la mierda de mi propio ego.
Joder, si hasta mi sombra me tiene miedo.
Ahora ella avanza por delante de mí, corriendo,
intentando poner la máxima distancia posible entre ella y la torre de babel que nubla mis sentidos,
que yo mismo he construido a base de sudor, sangre y heces de la mejor calidad, y que está a punto de derrumbarse.
Tiene miedo de que esa torre se desmorone y caiga sobre su negra e informe cabeza. 
Una cabeza que, me doy cuenta, se parece asombrosamente a la mía...ya empiezo a desvariar.

Sigo caminando, saco un cigarrilo del bolsillo derecho de mi chaqueta, un encendedor del izquierdo,
y disfruto de la primera bocanada de benzeno fresco que entra en mis pulmones. Luego exhalo, y con él se van mis fuerzas.

Decido sentarme en un banco para observar la plaza a la que he llegado con mis andares de vagabuno borracho.
Calada. Exhalo.

Dos niños persiguen a una pequeña subidos en su patinete deslustrado por la falta de amor y luz que reina en el ambiente.

Calalda. Exhalo.

Sus madres, sentadas a treinta metros enfrente de mí, interrumpen sus insulsas conversaciones para observarme. 
Me tienen miedo, pienso. Calada. Exhalo.

Vuelvo la vista al cielo sin color y veo desde una ventana un reflejo que me sorprende.
Calada. Exhalo.

En el cristal que da a la habitación de un cuarto piso. Posiblemente poblado por la misma gente aburrida que me rodea cada día.
Quién sabe.

Al volver a observar el reflejo reconozco en él algo que no me gusta en absoluto.
Sí, efectivamente, esa es la COSA que rompe la luz del sol que debería llegar al corazón, y más urgentemente al mío.
Decido ir en su busca.

Cruzo la plaza y arrojo mi cigarrillo, ya muerto, al suelo.
Bandadas de canguros pasean por las calles dando saltos y mirando las minifaldas de las chicas.

Las plantas conversan entre sí sobre el siguiente partido de champions.

Un abeto postula que Freud se equivocaba, mientras el otro fuma de un enorme habano del cual brotan pequeñas hadas cuado suelta el aire. 

Siento que me estoy acercando. O posiblemente esté acabando de confirmar mi teoría de cómo un hombre saluda cortesmente a la locura.

Mis pies me llevan a una colina inmensa, y en la cima, la silueta de un hombre.
“Eclipse capilar” es la expresión que se me ocurre para denominar el suceso.
No sin sufrimiento y sentido del rídiculo consigo ascender y llegar a la cima.
Mi sorpresa al ver que el ser que se encarga de tapar mi astro no es más que un viejo que se apunta a la cabeza con un rifle de caza antiguo.

Mientras pienso en qué es lo que debo hacer a continuación, BANG! El dedo ha presionado, el martillo ha retrocedido y, 
como en un sueño, la pólvora explota, el casquillo salta, y se acabó. 
Hemingway ha muerto.

El cuerpo sin vida se desploma y cae ladera abajo, pero yo no puedo verlo porque una intensa luz golpea con fuerza mi cara.
No puedo oír, ver, pensar, sentir, gritar. Solo puedo llorar.
Mi cara está seca, pero mi mente desprende bocanadas de vómito, alcohol, mierda, agua y sangre por partes iguales.

El descenso transcurre como en un sueño, y una vez más vuelvo hacia aquel parque.


Me siento. Saco otro cigarrillo, lo enciendo. Calada

Dos niños persiguen a una pequeña subidos en sus patinetes nuevos. 
Sus cabellos dorados irradian un frenesí de vitalidad que parece jugar a otro juego con el sol que le llega por detrás.

Las madres me miran y sonríen, y hablan de los mejores momentos de sus plenas vidas.

Mi propio cuerpo empieza a burbujear y a moverse en un éxtasis de mecánica y felicidad. Miro hacia adelante, hacia detrás.
No veo a mi sombra por ninguna parte.

Me giro y la veo allí sentada a mi lado, mirándome con sus ojos negros, su cabello negro, y su piel blanca,
y por primera vez en mucho tiempo me veo a mí mismo devolviéndome la mirada y pienso,
que prefiero morir por gastar más energía de la necesaria que dosificarla para alimentar los días de  grandeza y gloria.
Esos días llegaron en el momento en que mi sombra decidió acompañarme.

Exhalo.